Los corruptos indignan al 15-M

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Los corruptos indignan al 15-M

Sol, en la víspera de las elecciones. | Alberto di Lolli

Sol, en la víspera de las elecciones. | Alberto di Lolli

¿Y qué esperan?

¿Cómo no esperar que se indignen en Valencia si, de los 55 parlamentarios del Partido Popular que han tomado posesión de sus actas nada menos que 10, casi el 20%, están implicados o imputados en casos de corrupción?

¿Cómo no enfadarse si el propio presidente del Ejecutivo, que está muy cerca de ocupar un desafortunado espacio en el banquillo de los acusados, ha ignorado esta situación forjándose una reelección que como mínimo pondrá en serios aprietos a su partido?

¿Cómo no sonrojarse al comprobar que a Sonia Castedo, la alcaldesa de Alicante, no le parece suficientemente relevante el escándalo provocado por los regalos, Mini Cooper incluido, enviados por el empresario Enrique Ortiz e inicia, impertérrita, su segundo mandato?

¿Cómo no soliviantarse si políticos como Ricardo Costa, imputado en el caso de los trajes, o Vicente Rambla, relacionado por la Justicia con las contrataciones a Orange Market, prefieren ignorar las protestas y blindarse con la nueva legislatura?

Se mire como se mire, es para indignarse. Independientemente de si uno coincide o no con los planteamientos de los seguidores del 15-M, sobre todo en su última y más intensa campaña, es evidente que la clase política española lleva mucho tiempo provocando a los ciudadanos. Y los ciudadanos, al menos en un número muy considerable, por fin se han hartado.

Pero no solo eso, porque ya explican ellos mismos que indignarse no es suficiente. Ya no. Porque no, no da igual votar a unos que a otros; ni tampoco procede, ya, permitir unas conductas indignantes y, al mismo tiempo, callarse.

Los ciudadanos no quieren votar a listas que incorporan imputados en casos de corrupción ni, obviamente, de ningún otro tipo, ni quieren que les gobiernen presuntos delincuentes.

Los ciudadanos demandan transparencia y sensatez, dos grandes cualidades que lamentablemente escasean en la tribu política española.

Y, si exigen algo más, es responsabilidad, la que se le presupone a cualquier representante de la vida política, la que debía resultar inherente a la propia candidatura a un cargo público. Pero, tristemente, de esto tampoco pueden alardear muchos de nuestros políticos.

Porque un necesario y primer ejercicio de responsabilidad política sería, ante una investigación judicial, abandonar el cargo público al menos mientras el afectado no haya salido intacto de ella.

El creciente apoyo que están recibiendo los manifestantes que conformaron el núcleo de #democraciaRealYa y los demás movimientos de similar orientación constituye, más que ninguna otra cosa, la señal de que el hartazgo de los jóvenes, y el de otros menos jóvenes, está alcanzando cotas inéditas.

Tal vez eso explique que el movimiento que nació en el kilómetro cero de Madrid, además de recibir el aplauso de muchos, esté generando movimientos imitadores en diversos puntos geográficos dentro y fuera de nuestras fronteras.

Sin embargo, a pesar de su meridiana claridad, y de su elevado tono de voz en forma de grito masivo y unísono, la clase política no parece escuchar o entender el mensaje. O, quizá, simplemente no quiere hacerlo.

Ni siquiera ahora que muchos ciudadanos les acusan con arrolladora insistencia de ser uno de los principales causantes de los problemas que les agobian. De hecho, para buena parte de la población los políticos se han convertido ya en nuestro tercer gran problema, tras el paro y la paupérrima situación económica.

Malestar

Sin embargo nadie, salvo los propios indignados, hace nada por cambiar lo establecido, eso que tanto malestar está causando, aquello por lo que una sociedad debería actuar una vez conocidos los datos que arrojan una confianza mínima en nuestros representantes públicos.

Bueno, Juan Cotino, el nuevo presidente del parlamento valenciano, sí hizo algo, y muy singular: sacó un crucifijo de su despacho de consejero y lo instaló en su escritorio en la Mesa de las Cortes.

Pero, además de recordarnos algunos viejos e indeseables tiempos en los que la separación entre Iglesia y Estado no resultaba tan evidente, y de alarmar a algunos políticos de la oposición, la actuación del anterior director de la Policía durante el mandato del presidente Aznar no parece que vaya a resultar decisiva, ni tampoco representa, más allá de la anécdota, una disposición suficiente por parte de los dirigentes del PP.

En realidad, más que actuar recogiendo esa gran demanda, más que reflexionar sobre algunos de los cuestionamientos más sensatos de los indignados, aquí vivimos el extremo opuesto. De hecho, estos días asistiremos a la toma de posesión de decenas de políticos –se presentó al proceso electoral cerca de un centenar- con algún grado de presunta implicación en actividades corruptas.

Pero, al parecer, la clase política, con ese concepto tan circular y endogámico, tan ajeno a la ciudadanía, que tan bien maneja, no se da por aludida. Los indignados, con su imaginación y atrevimiento, y con el constante ejercicio de su gandhiano lema de no-violencia, se están convirtiendo en un gran problema para el Ministerio del Interior, cuyo titular, condicionado por su candidatura electoral para las próximas generales, ya no sabe si debe ignorarlos como en Madrid o aporrearlos como en Valencia.

Mientras Rubalcaba valora esta prueba-trampa de la que no puede salir indemne escoja el modelo que escoja, los grupos que forman el 15-M continúan recogiendo la todavía creciente indignación de tantos para lanzársela a la cara al engranaje político-económico que nos sostiene con la esperanza de provocar una reacción que, desde la realidad más tangible, se antoja demasiado lejana y, en ocasiones, simplemente imposible.

@affermoselle

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